lunes, 30 de agosto de 2010

Ángulos

A veces, cuando se extiende la vigilia y el cerebro se agota, el mundo empieza a volverse brillante y me dan ganas de soñar en voz alta y recitar versos de colores fucsias anaranjados y amarillos verdosos. Mis ojos se vuelven estrellas capaces de volar más alto que mis pensamientos más intrépidos. Esos que solo tengo en las noches de navidad o en el cumpleaños de mi tío Jorge.
Más allá del día, una pared descascarada me golpea en el hombro y siento frío. No es el frío común del invierno en Buenos Aires. Es un frío mutante, que se mete en los huesos y los deshace en un dolor angustioso más espeso que el petróleo más oscuro.
Un pozo ciego y no puedo alejarme.. cada paso desaparece en la nada, y el viento me grita y no quiero más que mi hogar caldeado idéntico a mí.
Mis días como humana están contados. No quiero dejarte, repito para mis adentros... y lo mucho que odio esta tierra deforme y muda. Cuanto mal en tu presencia. Cuantas tardes he despreciado, observando anonadada tus ángulos obtusos.
Y el miedo... a que sea yo... materialmente incapaz de convertirme en una más de esas fantasías rosadas, violetas, azules que sin descanso acechan mi atormentada imaginación.

sábado, 8 de mayo de 2010

Despertar

No nos conocíamos muy bien, si es que por muy bien se entiende una de esas relaciones de antaño, esas que cargan en nuestra mochila desde hace años...
Cultivábamos un vínculo sólido, aunque aún verde...nos habíamos visto algunas veces, y ya entonces nos convertimos en grandes amigos. Teníamos esa suerte de intimidad que solo logran las parejas mayores, después de años de convivencia, pero apenas sabíamos algo del otro....como si nos conociéramos de antes, de mucho antes.
Solíamos vernos por las tardes, yo preparaba un mate apenas dulce y nos sentábamos en la puerta del jardín, al lado del naranjo. Si me esfuerzo lo suficiente aún puedo recordar ese aroma fresco y ácido que nos rodeaba mientras nos zambullíamos, el uno dentro del otro-.

martes, 4 de mayo de 2010

El dulzor

Era la costumbre. Levantarse temprano, preparar el café para ambos y tomarse el suyo a las apuradas, de camino a la escuela en la que daba clases.
Enseñar era para ella una pasión, una fuente de goce. Aún en aquellos días, cuando la exasperación que le provocaban esos malditos insectos, amenazaba con arrastrarla a los extremos de su cordura, y solo podía pensar en gritar. Aún en aquellos días su pecho se inflaba de un alma enriquecida. Transmitir conocimiento era su vida.
Eso era antes. Cuando aún dedicaba algunos ratos a trabajar en su novela. Cuando todavía frecuentaba a sus amigos. Cuando aún lo hacía con cierto placer.
Fue algo tan gradual...tan lento, que ni ella se dio cuenta. Pero lo cierto es que todo comenzó a hundirse. La cosas dejaron de interesarle. De importarle. De afectarle. Su piel se volvió áspera... y sus ojos, vacíos. El mundo susurraba pero ella no alcanzaba a oír, la melodía, desde el abismo. Se pasaba los días allí. Vagando, en ese lugar tan inmenso, al interior de cada individuo.
(¡Qué maravilloso!, que dentro de un cuerpo confinado a habitar un espacio determinado, una masa de volumen limitado y finito...se escondan espacialidades tan amplias, tan eternas e inabarcables.)

Ya no hablaba consigo misma, y menos con él, que observaba su retraimiento con horror, pero que no se animaba a mencionarlo. Como si permanecer callado...o pretender que las cosas seguían iguales podría evitar que todo se derrumbase.
Pero los pedazos esparcidos por el suelo de la casa eran acuciantes...Para él, que seguía caminando en puntillas sin saber, sin querer saber.

Al conocerlo le pareció irrelevante. Y lo inesperado... aunque todo lo era en ese entonces. No inesperado sino irrelevante. Aunque también inesperado. Porque no esperaba nada. No tenía nada que esperar. Más que el correr de las horas.

Una marea inofensiva e insípida que la tocaba y ella nada. Pero la lavaron. Erosionaron su carne...aún más de lo que se podía esperar, de nada, de nadie. No que ella esperara algo. Porque no esperaba nada. Simplemente se dejaba hamacar, sin pensar, sin sentir.

Y un día recordó. La roca se fue limando, dejando lugar al musgo -primero- y después a la flor. Las gaviotas se posaron en su espalda y ella las abrazó. y a él.

Después desapareció. No se lo encontraba en los lugares habituales. Ni llamaba el teléfono. Gritaba su nombre con todas sus fuerzas, apretando los dientes para no llorar. Cerraba los ojos y esperaba que el viento le dijera. ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Qué? ... Y el silencio era pesado, y el mundo raro, porque se respiraba un aire vacío de él.

Y se sintió libre. Cómo nunca antes. Una sensación tan extraña que ella no llegaba a entender. Fue experimentándola de a poco... Los primeros días los pasó en su habitación. Quieta. Expectante. El jueves siguiente bajó a la cocina y preparó el café. Lo sorbió de a poco, como si fuera el primero de su vida. Miró sus manos en torno a la taza, pensó en Sartre y sonrió. El jueves siguiente se sentó al piano, por primera vez, en mucho tiempo.

Por la noche salió al jardín. Sus labios se abrieron y el aire fresco llenó sus pulmones. Exhaló un húmedo vapor. Cerró los ojos y se vio. Vacía. Y a la vez tan llena. En su pecho aún persistía. El dulzor.


lunes, 22 de marzo de 2010

Nubosidad Variable

Eran las doce del mediodía. El pronóstico anunciaba nubosidad variable; tiempo inestable con probabilidad de precipitaciones dispersas, y vos abriste la puerta. No debes haber tocado el timbre, porque no te escuché entrar. Por ahí estaba demasiado distraida -algo no tan extraño en ese noviembre gris- pero cuando te ví arrinconado contra el marco de mi puerta no me asusté. No solté mi cuaderno, ni traté de salir corriendo. Simplemente me quedé ahí, muda, esperando ver lo que proponías.

A la mañana siguiente me llevaste de paseo. Caminamos por los parques del barrio hasta que los edificios se volvieron desconocidos y mis rodillas empezaron a temblar. No sé si era el frío de la noche sin estrellas, o el cansancio de la jornada. No sé si eras vos, o éramos nosotros. La circunstancia, en fín. Después de todo, somos una simple sumatoria de contingencias.

¡Cómo me gustaba pensar a tu lado! Contarte las ideas más descabelladas y mirar como brillaban tus ojos cuando al depuntar el alba mi cuerpo cedía al cansancio y caía a tu lado.

Cómo me gustaba la libertad de simplemente ser. De que fuéramos. Los dos al mismo tiempo.



Para N,

Comme elles sont

Primero sufrió. Le costaba lidiar con el vacío de su ausencia. A veces pasaba horas, incluso días intentando recordar hasta el último detalle. Como si retrotraerse al momento del crimen fuera a darle una nueva oportunidad para cambiar el curso de los eventos.
Pero...¿Qué había para cambiar? Sin entrar en tecnicismos realistas; el tiempo es lineal y su fluir indetenible, por lo cual alterar lo acontecido es imposible bajo cualquier circunstancia.
Exceptuando una serie de detalles insignificantes, no había nada que cambiar. Las cosas no podrían haber sido de otro modo, probablemente es por ello que no lo fueron.