martes, 4 de mayo de 2010

El dulzor

Era la costumbre. Levantarse temprano, preparar el café para ambos y tomarse el suyo a las apuradas, de camino a la escuela en la que daba clases.
Enseñar era para ella una pasión, una fuente de goce. Aún en aquellos días, cuando la exasperación que le provocaban esos malditos insectos, amenazaba con arrastrarla a los extremos de su cordura, y solo podía pensar en gritar. Aún en aquellos días su pecho se inflaba de un alma enriquecida. Transmitir conocimiento era su vida.
Eso era antes. Cuando aún dedicaba algunos ratos a trabajar en su novela. Cuando todavía frecuentaba a sus amigos. Cuando aún lo hacía con cierto placer.
Fue algo tan gradual...tan lento, que ni ella se dio cuenta. Pero lo cierto es que todo comenzó a hundirse. La cosas dejaron de interesarle. De importarle. De afectarle. Su piel se volvió áspera... y sus ojos, vacíos. El mundo susurraba pero ella no alcanzaba a oír, la melodía, desde el abismo. Se pasaba los días allí. Vagando, en ese lugar tan inmenso, al interior de cada individuo.
(¡Qué maravilloso!, que dentro de un cuerpo confinado a habitar un espacio determinado, una masa de volumen limitado y finito...se escondan espacialidades tan amplias, tan eternas e inabarcables.)

Ya no hablaba consigo misma, y menos con él, que observaba su retraimiento con horror, pero que no se animaba a mencionarlo. Como si permanecer callado...o pretender que las cosas seguían iguales podría evitar que todo se derrumbase.
Pero los pedazos esparcidos por el suelo de la casa eran acuciantes...Para él, que seguía caminando en puntillas sin saber, sin querer saber.

Al conocerlo le pareció irrelevante. Y lo inesperado... aunque todo lo era en ese entonces. No inesperado sino irrelevante. Aunque también inesperado. Porque no esperaba nada. No tenía nada que esperar. Más que el correr de las horas.

Una marea inofensiva e insípida que la tocaba y ella nada. Pero la lavaron. Erosionaron su carne...aún más de lo que se podía esperar, de nada, de nadie. No que ella esperara algo. Porque no esperaba nada. Simplemente se dejaba hamacar, sin pensar, sin sentir.

Y un día recordó. La roca se fue limando, dejando lugar al musgo -primero- y después a la flor. Las gaviotas se posaron en su espalda y ella las abrazó. y a él.

Después desapareció. No se lo encontraba en los lugares habituales. Ni llamaba el teléfono. Gritaba su nombre con todas sus fuerzas, apretando los dientes para no llorar. Cerraba los ojos y esperaba que el viento le dijera. ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Qué? ... Y el silencio era pesado, y el mundo raro, porque se respiraba un aire vacío de él.

Y se sintió libre. Cómo nunca antes. Una sensación tan extraña que ella no llegaba a entender. Fue experimentándola de a poco... Los primeros días los pasó en su habitación. Quieta. Expectante. El jueves siguiente bajó a la cocina y preparó el café. Lo sorbió de a poco, como si fuera el primero de su vida. Miró sus manos en torno a la taza, pensó en Sartre y sonrió. El jueves siguiente se sentó al piano, por primera vez, en mucho tiempo.

Por la noche salió al jardín. Sus labios se abrieron y el aire fresco llenó sus pulmones. Exhaló un húmedo vapor. Cerró los ojos y se vio. Vacía. Y a la vez tan llena. En su pecho aún persistía. El dulzor.


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